jueves, 3 de febrero de 2011

Un poco de historia: Hiroshima.

Hiroshima (広島市) es la capital de la prefectura de Hiroshima, en Chugoku, al oeste de Japón.


Mori Terumoto fundó Hiroshima en 1589,convirtiéndola en capital rápidamente tras partir del Castillo de Koriyama, en Aki. Así pues, edificó el Castillo de Hiroshima en 1593. Terumoto se encontraba en el bando de los perdedores en la batalla de Sekigahara (関ヶ原の戦い Sekigahara no tatakai), en la cual se enfrentaban las dos facciones principales del país: quienes apoyaban a Hideyori (hijo de uno de los unificadores del país. Sus "seguidores" eran los susodichos "perdedores") para que se convirtiera en dirigente de Japón, y los que apoyaban a Ieyasu, uno de los damyou (señor feudal) más poderosos para que fuera dirigente. 
El ganador, Ieyasu, privó de la mayoría de sus feudos, incluido Hiroshima, a Mori Terumoto, cediendo la provincia de Aki a Fukushima Masanori, un daimyo que había apoyado a Tokugawa. El castillo pasó a Nagaakira en 1619 siendo nombrado daimyo de esta zona. Bajo su administración la ciudad prosperó, se desarrolló y amplió con pocos conflictos y disturbios. Sus descendientes continuaron gobernando la ciudad hasta la restauración Meiji en el siglo XIX.
 La ciudad fue escenario del primer bombardeo atómico de la historia, el 5-6 de Agosto de 1945, en la etapa final de la Segunda Guerra Mundial, por Enola Gay (bombardero estadounidense), ordenado por el presidente Truman. Este acto bélico, cuyo objetivo fue la rendición rápida e incondicional de Japón a los Estados Unidos, produjo la muerte de alrededor de 120.000 japoneses, civiles mayoritariamente, dejando casi 300.000 heridos, entre los cuales gran cantidad presenta variaciones y mutaciones genéticas debido a la radiación a la cual estuvieron expuestos. Los percances biológicos y anatómicos, por tanto, persisten hasta nuestros días dentro de la población japonesa.
Y aquí os dejo con uno de mis textos inspirados en Hiroshima de una chica vampiresa de origen japonés.







Hace cincuenta y seis años que soy un vampiro. Papá y mamá no lo saben. Poco a poco siento como si me olvidara de quién soy, de dónde estoy y de cuál era el sentido de mi vida, cuando la tenía, claro. Ahora no soy más que un ser que se lamenta de su existencia y de sus cualidades, a pesar de que algunas parezcan virtud a ojos de los demás. La triste historia de mi corta vida comienza en el año 1940, donde tuvo lugar mi nacimiento, en un pequeño pueblo de Hiroshima. Viví en la más extrema pobreza. Recuerdo levantarme del futón con mi kimono color caqui y salir a las cinco de la madrugada a recoger el arroz de los campos de agua. El 5 de Agosto de 1945 escuché el sonido extraño de un motor. Pensé que sería algún rico con uno de esos coches occidentales. Pero, de repente, vi a mi madre salir de la casa y cogerme rápidamente mientras empapaba la tela de mi kimono con sus lágrimas amargas. Le pregunté qué pasaba, pero no me respondió y me ordenó que me quedase en casa. Mis hermanas mayores no podían dejar de repetir la palabra “bomba”, o derivados de esta. Y entonces sucedió: una bomba cayó sobre nuestra ciudad. Al principio un gran estruendo, y luego se produjo el silencio que siempre precede a la muerte. Y en este caso, la muerte estaba cosificada en una enorme onda explosiva que amenazaba por destruir nuestro hogar. Y así fue. Pero no sólo acabó con nuestra casa, sino con las de muchos otros. Pude ver con mis propios ojitos inocentes cómo los miembros esparcidos por el suelo que antes habían sido mis amigos se carbonizaban en el ambiente. Pronto llegaron los médicos, y creo que me desmayé, porque no recuerdo nada más. Poco tiempo después de sacarme de un centro de habilitación para niños con discapacidades psíquicas( los médicos, al no escucharme hablar habían diagnosticado que padecía del cerebro), me dejaron sola en el campo. Yo tenía creo que diez años. Me crié durante seis años en las calles. Hiroshima era mía, durante esos seis años lo había sido. Los demás niños me tenían como su jefa, y juntos robábamos pan y carne para poder comer, así como ropa para vestirnos mientras el más pequeño de nosotros llamaba la atención de los extranjeros o de los transeúntes descuidados. Tenía dieciséis y cumpliría pronto diecisiete. Me acuerdo demasiado bien de aquel día. Andaba cerca de un templo, entre las hojas, vigilando la noche, tachonada de estrellas y simiente del nuevo día, cuando escuché un crujido de hojas proveniente del bosque. Inmediatamente, abandoné el grupo y fui a averiguar de qué se trataba. Cuando llegué a un claro, sostuve fuertemente entre mis manos un cuchillo que había conseguido robarle a un carnicero de la zona y me preparé para atacar. Si era un animal, al menos tendríamos para comer. Se escuchaba una especie de sonido ronco y gutural. Era aterrador. Se me erizó el vello de los brazos. Me dije a mí misma que fuera valiente y avancé hacia un arbusto. Pero no llegué muy lejos, pues alguien se me echó encima. Empecé a forcejear, intentando soltarme, pero fui inútil, pues mi agresor disponía de una gran fuerza. Descubrí entonces que tenía las uñas muy largas, y se me clavaban en la piel, ahora visible entre mi ropa desgastada y rota. Entonces lo vi, un fulgor rojo en sus ojos, la mirada de la locura, la personificación del terror. Y después me mordió en el cuello. Fue tan fuerte que gemí, intentando soltarme. Pero él me tenía bien sujeta, y a mí me iban abandonando las fuerzas. Y morí. Después de aquello, resucité. Al abrir los ojos…vi que me había convertido en lo que soy ahora. No quería que mis amigos me vieran y me marché. Me oculté en el cobertizo del templo durante mucho tiempo, hasta que descubrí que una fuerza interna me invitaba a salir. Fue entonces cuando regresé a la realidad. Vi la luz del sol y, molesta por su presencia, me oculté en el templo, donde pasó algo terrible. Algo que nunca pensé que haría: mordí a uno de los monjes, pues el hambre me acuciaba demasiado. Entonces, descubrí que me estaba convirtiendo en un monstruo y, a raíz de ese suceso, decidí venir a la Academia Cross. Fui anotando mis memorias en un cuaderno, que siempre llevo conmigo. Por suerte, al menos, sé escribir.